lunes, 6 de febrero de 2012

La señora Teresiña y la jodida crisis

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Hoy me encuentro especialmente desolado por los efectos de esta omnipresente crisis.  Siempre intento ser optimista, y cuando escribo intento en lo posible evitar caer en el argumento que está en boca de todos, en todas las facetas de la vida, desde la conversación de ascensor, hasta las reuniones al más alto nivel como el foro de Davos: la crisis económica.

Pero hoy me siento obligado a dedicarle un breve post a esta jodida crisis, a lo desgarradora que puede llegar a ser en los pequeños detalles.  Sin un sólo número, sin una sola cifra.  Con una simple anécdota.

Los que me conocéis sabéis que a pesar de trabajar en Barcelona vengo muy a menudo, a  veces demasiado a menudo,  a Vigo por cuestiones de trabajo.  Ha habido épocas en las que las continuas visitas me impedían, por supuesto, disfrutar de mi familia, pero también realizar las más básicas tareas.  Como por ejemplo, cortarme el pelo.

Una de estas veces, harto de no encontrar hueco para ir a la peluquería entre viaje y viaje, decidí cortármelo directamente allí, en Vigo, en la primera peluquería que encontrara. Y en el humilde y obrero barrio del puerto de Vigo encontré un letrero, muy antiguo por cierto, que indicaba que allí había una peluquería.  No sin dudas, decidí pararme y entrar en el local. 

En ese momento me pareció trasladarme cincuenta años al pasado, ya que el diminuto local se parecía más a una barbería, de las de navaja afilada en cuero, y piedra de sal para taponar las pequeñas heridas, que a una peluquería moderna.  El increíble olor a antiguo completaba la postal, inconfundible, que satura inmediatamente la nariz, y que me hizo rememorar historias del pueblo, el Baron Dandy de mi abuelo, o la laca Fixonia de mi abuela.



Despertándome de mis ensoñaciones, se dirigió a mi una señora todavía no anciana, pero con pinta de llevar en ese rinconcito del puerto de Vigo toda la vida. Inmediatamente me sentó en esas sillas de barbero que crujen lastimosamente ante el mínimo movimiento.



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Supe su nombre, Teresa Figueroa, por dos visitas que recibió mientras estuve allí; la primera fue de un joven trajeado, casi un adolescente al que se le notaba la falta de experiencia al hablar y a la hora de llenar el traje con un mínimo de estilo (de percha, dirían algunas), que preguntó por la señora Figueroa, e intentó venderle una línea de productos de peluquería que evidentemente no interesaron, porque habrían destrozado el cuadro general de la peluquería; la segunda visita fue de una señora muy mayor, indudablemente clienta asidua de la peluquería, que a pesar de llevar una imperturbable permanente le dijo a Teresiña (o Teresinha), si le podía guardar un hueco el Sábado, que se le casaba una sobrina, y quería darse un retoque.


La señora Terseiña me hizo un corte de pelo impecable, todo a tijera, y aprovechó la ocasión para reñirme de forma maternal por lo desaliñado que llevaba el pelo.

Pues hoy, después de un tiempo sin haber pisado la peluquería de la señora Teresiña, iba decidido a volver a entrar, dejar que me volviera a reñir, y desconectar el móvil, y dejar por unos minutos el infernal ritmo al que nos lleva la forma híper tecnológica de trabajar de hoy en día. Y en el local donde esperaba ver la perenne silla de barbero y las estanterías con productos retro, he encontrado un local vacío con un cartel de “Se traspasa”.  Sin más señas que un teléfono.

La desolación, y supongo que mis dudas sobre si parar el coche o no, han hecho que casi me embistiera por detrás un enorme camión que iba o venía ajetreado del a esas horas bullicioso puerto.  En ese momento, la oportuna radio ha comenzado a emitir “Show must go on”, de Queen, para añadirle más dramatismo al momento.  Aunque pueda parecer una licencia literaria, es exactamente así como ha sido, en ese mismo momento, hundiéndome más en mis oscuros pensamientos.

No hay derecho.  No nos pueden quitar hasta esos momentos.  Maldita sea, si seguimos así esto va a acabar con nosotros.  Durante varios años he presenciado muchos casos de empresas que despedían a gente, o simplemente cerraban, entre mis clientes.  Personas con las que había tenido más o menos contacto durante años, de repente me decían “se acabó”, me voy a la puta calle, y a ver quién encuentra algo ahora, con la edad que tengo.  Pero la tristeza que he sentido por todos ellos no se parece en nada a lo que he sentido hoy.  

Rabia, frustración, indignación, porque la señora Teresiña no iba a poder reñir a nadie más por llevar el pelo tan desaliñado.

Hay días en los que la crisis se hace muy cuesta arriba...