Hoy es oficialmente el Día del Amor. Y aunque llevo toda la
vida asegurando, como hacemos muchos a modo de chiste en España, que eso no es
más que "un invento de El Corte Inglés", este año lo veo de manera
diferente, y creo que voy a celebrarlo, a mi manera.
Y esto se debe a uno de los mejores libros de Ciencia Ficción de la historia: 1984, de George Orwell.
Y esto se debe a uno de los mejores libros de Ciencia Ficción de la historia: 1984, de George Orwell.
Recientemente acabo de leerlo (sí, lo reconozco, es
imperdonable que no lo hubiera leído todavía), y me ha parecido absolutamente
fascinante. Presenta un angustioso y distópico futuro de un mundo controlado
por un sistema totalitario, que ejerce un control absoluto sobre sus súbditos, que
vigila sin descanso todas sus actividades cotidianas, y que ha acabado con todo
asomo de libertad. Este control a todos los miembros del Partido (un partido
único y totalitario) es ejercido a través de la figura de El Gran Hermano, juez
supremo, y encarnación de los ideales del todopoderoso Partido.
Todo miembro del
Partido vive, desde su nacimiento hasta su muerte, vigilado por la Policía del
Pensamiento. Dondequiera que esté, dormido o despierto, trabajando o
descansando, en el baño o en la cama, puede ser inspeccionado sin previo aviso.
Nada de lo que hace es indiferente para la Policía del Pensamiento. Sus
amistades, sus distracciones, su conducta con su mujer y sus hijos, la
expresión de su rostro cuando se encuentra solo, incluso las palabras que
murmura durmiendo, son analizados escrupulosamente.
Y… ¿qué tiene que ver ese inquietante futuro con el
amor? Pues mucho, como podréis ver,
porque el amor era uno de los enemigos más peligrosos del sistema.
La finalidad del
Partido en este asunto era evitar que hombres y mujeres establecieran vínculos
imposibles de controlar. Para ello, perseguían entre otras cosas quitarle todo
placer al acto sexual, dentro del matrimonio y fuera de él. Todos los
casamientos tenían que ser aprobados por un Comité y, aunque nunca fue
establecido de un modo explícito, siempre se negaba el permiso si la pareja
daba la impresión de hallarse físicamente enamorada. La única finalidad
admitida en el matrimonio era engendrar hijos en beneficio del Partido. La
relación sexual se consideraba como una pequeña operación algo molesta, algo
así como soportar un enema. Se grababa desde la infancia en los miembros del
Partido.
El protagonista de esta inquietante historia, Winston,
describe con tristeza cómo era su vida conyugal.
Se trataba de una
pequeña ceremonia frígida que su mujer le había obligado a celebrar la misma
noche cada semana, y que ella llamaba «Nuestro deber para con el Partido»
Como veis, el amor era algo realmente peligroso, fuera de
control, que había que intentar eliminar. Pero, ¿qué era el amor?. ¿El deseo,
sexual, quizás?. Pues parece que no, porque el Partido, conocedor de las
debilidades de sus miembros, les daba una pequeña válvula de escape:
Tácitamente, el
Partido se inclinaba a estimular la prostitución como salida de los instintos
que no podían suprimirse. Esas juergas no importaban políticamente ya que eran
furtivas y tristes y sólo implicaban a mujeres de una clase sumergida y
despreciada. El crimen imperdonable era la promiscuidad entre miembros del
Partido. Era casi imposible imaginar que tal crimen pudiera suceder.
Así que lo peligroso era el establecimiento de algún tipo de
lazo íntimo entre cualquiera de las personas que eran controladas continuamente
y de manera obsesiva.
Pero claro, como os podéis imaginar, eso mismo es lo que sucedió. Winston conoció a una mujer de la que, a
pesar de todos los esfuerzos de El Partido, se enamoró hasta las trancas:
Julia.
A pesar de todos los controles, Julia consiguió acercarse a
él, llamar su atención, y finalmente, después de muchos angustiosos intentos,
consiguieron citarse en un lugar alejado de las cámaras de vigilancia.
Ya puedes volverte
—dijo Julia.
Se dio la vuelta y por
un segundo casi no la reconoció. Había esperado verla desnuda. Pero no lo
estaba. La transformación había sido mucho mayor. Se había pintado la cara. Las
mujeres del Partido nunca se pintaban la cara. Debía de haber comprado el
maquillaje en alguna tienda de los barrios proletarios. Tenía los labios de un
rojo intenso, las mejillas rosadas y la nariz con polvos. Incluso se había dado
un toquecito debajo de los ojos para hacer resaltar su brillantez: No se había
pintado muy bien, pero Winston entendía poco de esto. Nunca había visto ni se
había atrevido a imaginar a una mujer del Partido con cosméticos en la cara.
Era sorprendente el cambio tan favorable que había experimentado el rostro de
Julia. Con unos cuantos toques de color en los sitios adecuados, no sólo estaba
mucho más bonita, sino, lo que era más importante, infinitamente más femenina.
Aunque parecía inevitable que Winston cayera en las redes de
la incansable Julia, incluso llegados ya a este peligroso y tan esperado
momento, los métodos de condicionamiento del Partido casi cumplen su objetivo:
Sí, estaba besando
aquella boca grande y roja. Ella le echó los brazos al cuello y empezó a
llamarle «querido, amor mío, precioso...». Winston la tendió en el suelo. Ella
no se resistió; podía hacer con ella lo que quisiera. Pero la verdad era que no
sentía ningún impulso físico, ninguna sensación aparte de la del abrazo. Le
dominaban la incredulidad y el orgullo. Se alegraba de que esto ocurriera, pero
no tenía deseo físico alguno. La juventud y la belleza de aquel cuerpo le
habían asustado; estaba demasiado acostumbrado a vivir sin mujeres.
Pero finalmente las armas de esa magnífica mujer, esa mujer
capaz de conseguir cualquier cosa que deseara, fundieron todos los muros
defensivos plantados por un sistema, un sistema de control perfecto, que, aun
así, no pudo evitar que surgiera el amor.
Estaban de pie y ella
lo miró por un instante y luego tanteó la cremallera de su mono con las manos.
¡Si! ¡Fue casi como en un sueño! Casi tan velozmente como él se lo había
imaginado, ella se arrancó la ropa y cuando la tiró a un lado lo hizo con el
mismo magnífico gesto con el que parecía aniquilarse a toda una civilización.
Esto era. No era simplemente
el amor por una persona sino el instinto animal, el simple indiferenciado
deseo. Esta era la fuerza que destruiría al Partido. La empujó contra la hierba
entre las campanillas azules. Esta vez no hubo dificultad.
El movimiento de sus
pechos fue bajando hasta la velocidad normal y con un movimiento de desamparo
se fueron separando. El sol parecía haber intensificado su calor. Los dos
estaban adormilados. Él alcanzó su desechado mono y la cubrió parcialmente. Este
cuerpo joven y vigoroso, desamparado ahora en el sueño, despertó en él un
compasivo y protector sentimiento.
Pero la ternura que
había sentido había desaparecido ya. Le apartó el mono a un lado y estudió su
cadera. En los viejos tiempos, pensó, un hombre miraba el cuerpo de una
muchacha y veía que era deseable y aquí se acababa la historia. Pero ahora no
se podía sentir amor puro o deseo puro. Ninguna emoción era pura porque todo
estaba mezclado con el miedo y el odio. Su acto había sido una batalla, y el
clímax, una victoria. Era un golpe contra el Partido.
No me digáis que este momento no es digno de competir con
Grey y sus 50 sombras…
Pero no, no me refiero con eso cuando digo que el Gran
Hermano no pudo con el Amor.
La historia continúa, y, los dos tortolitos continúan con su
affair, sabiendo que tarde o temprano los van a descubrir:
Cuando nos hayan
cogido, no habrá nada, lo que se dice nada, que podamos hacer el uno por el
otro. Si confieso, te fusilarán, y si me niego a confesar, te fusilarán
también. Nada de lo que yo pueda hacer o decir, o dejar de decir y hacer,
serviría para aplazar tu muerte ni cinco minutos. Ninguno de nosotros dos sabrá
siquiera si el otro vive o ha muerto. Sería inútil intentar nada. Lo único
importante es que no nos traicionemos, aunque por ello no iban a variar las
cosas.
—Si quieren que
confesemos —replicó Julia— lo haremos. Todos confiesan siempre. Es imposible
evitarlo. Te torturan.
—No me refiero a la
confesión. Confesar no es traicionar. No importa lo que digas o hagas, sino los
sentimientos. Si pueden obligarme a dejarte de amar... esa sería la verdadera
traición.
Julia reflexionó sobre
ello.
—A eso no pueden
obligarte —dijo al cabo de un rato—. Es lo único que no pueden hacer. Pueden
forzarte a decir cualquier cosa, pero no hay manera de que te lo hagan creer.
Dentro de ti no pueden entrar nunca.
Por ahí van las cosas, amigos. Estamos llegando a lo que es
el verdadero Amor. Lo que queda después de la atracción, el deseo, incluso
después de haber llegado a la cima, a la unión total, a llegar a creerse que
dos cuerpos se han fundido en uno solo.
Para saber lo que realmente es el Amor, hay que avanzar a
cuando finalmente Winston y Julia son descubiertos, encarcelados por separado,
torturados de mil maneras (creedme, en ese sistema totalitario había mil maneras
de torturar).
—Estás pensando que,
si nos proponemos destruirte por completo, ¿para qué nos tomamos todas estas
molestias?; que, si nada va a quedar de ti, ¿qué importancia puede tener lo que
tú digas o pienses? ¿Verdad que lo estás pensando?
—Sí —dijo Winston.
El rostro del Gran
Hermano sonrió levemente y prosiguió:
Te explicaré por qué
nos molestamos en curarte. No nos contentamos con una obediencia negativa, ni
siquiera con la sumisión más abyecta. Cuando por fin te rindas a nosotros,
tendrá que impulsarte a ello tu libre voluntad. No destruimos a los herejes
porque se nos resisten; mientras nos resisten no los destruimos. Los
convertimos, captamos su mente, los reformamos. Al hereje político le quitamos
todo el mal y todas las ilusiones engañosas que lleva dentro; lo traemos a
nuestro lado, no en apariencia, sino verdaderamente, en cuerpo y alma. Lo
hacemos uno de nosotros antes de matarlo. Nos resulta intolerable que un
pensamiento erróneo exista en alguna parte del mundo, por muy secreto e inocuo
que pueda ser. Ni siquiera en el instante de la muerte podemos permitir alguna
desviación.
Todos los torturadores
del pasado, la Inquisición, los nazis, los comunistas, fallaron en una cosa: mataban
a sus enemigos abiertamente y mientras aún no se habían arrepentido, y los
convertían en mártires.
Así que es entonces, en el momento en el que Winston se ha
rendido, ha confesado todos y cada uno de los delitos, reales o imaginarios,
que sus captores querían que confesara, incluso después de convencerse realmente
que El Partido era la mejor, o quizás la única, forma de gobernar el Mundo, y
de entregar totalmente su mente al Gran Hermano, entonces, es cuando
descubrimos lo que es el Amor:
¿Crees que hay alguna
degradación en que no hayas caído?
Winston dejó de llorar,
aunque seguía teniendo los ojos llenos de lágrimas.
—No he traicionado a
Julia —dijo.
El rostro del Gran
Hermano lo miró pensativo.
—No, no. Eso es
cierto. No has traicionado a Julia.
El corazón de Winston
volvió a llenarse de aquella adoración por el Gran Hermano que nada parecía
capaz de destruir. «¡Qué inteligente —pensó—, qué inteligente es este hombre!»
Nunca dejaba de comprender lo que se le decía. Cualquiera otra persona habría
contestado que sí había traicionado a Julia. ¿No se lo habían sacado todo bajo
tortura? Les había contado absolutamente todo lo que sabía de ella: su
carácter, sus costumbres, su vida pasada; había confesado, dando los más
pequeños detalles, todo lo que había ocurrido entre ellos, todo lo que él había
dicho a ella y ella a él, sus comidas, alimentos comprados en el mercado negro,
sus relaciones sexuales, sus vagas conspiraciones contra el Partido... y, sin
embargo, en el sentido que él le daba a la palabra traicionar, no la había
traicionado. Es decir, no había dejado de amarla. Sus sentimientos hacia ella
seguían siendo los mismos.
Eso es lo que celebramos hoy. Un sentimiento, algo
inquebrantable, algo tuyo, tan íntimo que estarías dispuesto a sufrir lo
inimaginable sin entregarlo a nadie más que a la persona que lo merece, algo a
lo que no renunciarías ni en el mismo lecho de tu muerte. Algo tan difícil de
explicar que ni siquiera un sistema perfecto de destrucción de la naturaleza
humana puede llegar a entender, y mucho menos destruir. Algo
que si fueras el último hombre, o la última mujer, de la civilización, conservarías
como un legado en tu mente, y perduraría para siempre.
Nunca lo podré saber a ciencia cierta, pero en mi caso estoy convencido de que yo sí habría conseguido esa pequeña gran victoria final, incluso habría soportado la última y definitiva tortura de la habitación 101.
Y, en el momento en que finalmente me ejecutaran, mientras la bala atravesaba mi cabeza, aún conservaría ese sentimiento por ti, amor. Ese sentimiento inquebrantable, que quedaría para siempre fuera de su alcance.
Ni en Gran Hermano ni El Partido Único habrían podido con el Amor.
Te quiero, amor mío.
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